Mi madre tiene Alzheimer. El primero que me lo confirmó fue un psicólogo. Un neuropsicólogo concretamente. Y fue el primero porque fue el primer profesional que accedió a verla. No me cobró nada, nos hizo un favor. En la seguridad social, la médico de familia nos dijo que era normal, que "era la edad" (a pesar de que es demasiado joven para tener estos síntomas). Insistimos y nos remitieron a neurología, que nos hizo esperar 6 meses. Mientras, conseguimos un neurólogo en sanidad privada, que nos dedicó 5 minutos; pasados los cuales no recordaba el nombre de mi madre. En cambio, el neuropsicólogo se pasó casi una hora con nosotras y aún hoy, después de haber pasado por muchas consultas médicas, sigue recordándolo como al que mejor le atendió y al que mejor entendió.
Ir a un hospital es como ir a la iglesia. Nada depende de ti. No puedes hacer nada más que esperar. Y esperar lo mejor. Nadie te explica cómo funcionan las cosas. Nadie te explica por qué las cosas funcionan así. No puedes hacer nada. Sólo ser paciente. Eso es todo. Ése es tu papel. Y si no tienes el papel adecuado… entonces, prepárate.
Me siento impotente y me siento indignada. Me he formado como psicóloga y neuropsicóloga los últimos 15 años de mi vida. Me he doctorado en psicología. Cada día acudo a mi pequeña consulta y ayudo a la gente a vivir mejor. Pero voy a un hospital con mi madre, diagnosticada de Alzheimer, y tengo que aguantar que una neuróloga me diga que, aunque allí en ese hospital hay una neuropsicóloga (afortunadamente, porque no es un servicio que esté generalizado en la sanidad pública), “esto es la seguridad social” y todo lo que voy a obtener es lo que ella me da. ¿Y qué me da? Me da una mano flácida diciendo “hola, me llamo Caridad” (menuda paradoja, pienso yo). Y a los 3 minutos me da su mano flácida de nuevo diciendo “se me ha olvidado presentarme, me llamo Caridad”. Y mi madre, que es a quien se le olvidan las cosas, me mira incrédula. Pero es normal porque lo que nos ofrece son 40 minutos de atención dividida entre su enfermera, que la está sacando de quicio, su ordenador que no funciona, y un test (diseñado por psicólogos) que, para ella, es suficiente. “Ésta es tu evaluación neuropsicológica” - me dice entre risas. Y tengo que aguantar sus risas y aguantar que me diga que los psicólogos te recomiendan una evaluación cada 6 meses porque quieren sacar dinero, pero que “esto es la seguridad social” y que a ella la psicología no le aporta nada.
Y entonces me acuerdo de mis propios pacientes. Y me acuerdo de las docenas de estudios que he leído sobre las aportaciones de la neuropsicología tanto en la evaluación y seguimiento, como en la estimulación de personas con demencia (si no me creen, que hacen bien,
infórmense). Me acuerdo de lo mucho que se ha estudiado sobre cómo mejorar la calidad de vida de la gente que no tiene esperanza. Me acuerdo de todos los psicólogos que están peleando para que la salud mental deje de ser considerada un lujo y para que el sistema público ahorre tiempo, dinero y sufrimiento incluyendo psicólogos en plantilla. Y me acuerdo también de toda su familia, la verdad. Pero no le digo nada.
Cojo las recetas y me voy. Mi madre me dice: “qué mujer más tonta ¿no?”
Y sí. Pienso yo. Pero la salud de mi madre está en sus manos.